sábado, 5 de febrero de 2011

ARRIBA


¡ARRIBA!
Autora: Amalia Domingo Soler
La poetisa del Espiritismo

Del libro: LA LUZ QUE NOS GUÍA


Cuando dice el poeta: ¡Arriba! En esa altura supuesta por nuestra imaginación, o mejor dicho, por los antiguos sabios que le daban a la Tierra y al cielo tan distinta configuración de la que en realidad tiene, pues hoy gracias a los telescopios de gran potencia como dice muy bien Flammarion en sus “Tierras del Cielo” que en el Universo no hay alto ni bajo, ni derecha ni izquierda, de ningún género. El globo terrestre va como lanzado en el vacío, bogando en su órbita ídem con una velocidad de 650.000 leguas por día, (mil y cien veces más rápida que la marcha de un tren exprés, y setenta y tres veces superior a una bala de cañón) girando al mismo tiempo rápidamente sobre sí mismo. Lo que ahora está arriba para nosotros, poco tiempo después estará abajo y recíprocamente. No existe tal cielo, sino solamente una inmensidad infinita, en cuyo seno circulan los mundos. La medida de las distancias, de las magnitudes y de los movimientos, es la que nos ha enseñado esta verdad capital: que la Tierra es un astro del cielo, y que nosotros estamos actualmente en el cielo; el telescopio, acercándose a los demás planetas, ha aumentado su volumen aparente, y en vez de simples puntos luminosos errantes bajo la bóveda celeste, nos muestran hoy mundos gigantescos, tan voluminosos y más grandes que el que nosotros habitamos.

Antes estas verdades demostradas por la ciencia, el arriba material, la altura del cielo bíblico desaparece; pero queda la altura moral, queda la elevación del pensamiento, queda la eterna aspiración del alma, queda la mirada del hombre que cuando ora con verdadero sentimiento, cuando reza con el corazón, cuando implora el perdón de sus culpas y pide misericordia al autor de todo lo creado, nunca mira a la Tierra, siempre mira al espacio. Su cabeza no se inclina sino al paso del remordimiento, la Tierra únicamente atrae las miradas del criminal. Siempre miramos al cielo cuando abrigamos en nuestra mente un buen pensamiento, y siempre inclinamos la vista cuando nuestra conciencia nos dice que hemos faltado a nuestro deber.

Fijémonos en los niños: por lo general siempre suelen mirar al cielo, parece que sus ojos ven ya en el  horizonte sus antiguos lares, la luz les atrae. Cuando las madres preguntan a los pequeñuelos: dónde está Dios, hijo mío, antes que les enseñen a levantar el dedito al cielo, el niño por un movimiento intuitivo mira hacia arriba, y con su inocente sonrisa parece que nos dice: allí está, yo lo veo.

A veces una palabra despierta un mundo de recuerdos, y los versos del poeta han traído a nuestra imaginación las reminiscencias de una triste historia.

Hace veinticinco años que conocimos a una pobre anciana que tenía más de setenta inviernos, y pedía limosna para ella y para su hijo, que ya tendría más de cuarenta años: el infeliz era idiota, y pasaba su vista por las calles riéndose y llorando a la vez; y cuando uno le preguntaba: ¿Isidoro dónde quieres irte? El pobre idiota se reía y extendiendo su diestra señalaba al cielo, y exclamaba, ¡Arriba! ¡Quiero irme arriba!... La multitud le asediaban, le tiraban piedras, le mortificaban, y el infeliz Isidoro lloraba amargamente y gritaba: ¡Oh me quiero ir arriba!... ¡Pobrecillo! Vivía cerca de nuestra casa, y se puede decir que pasaba el día en nuestra calle, donde varias familias le daban limosna, y su madre solía hacer algunos mandados a las criadas. Una tarde tuvimos ocasión de hablar con aquella mujer en casa de una amiga nuestra que la socorría mucho, y le preguntamos si siempre su hijo había estado de aquella manera.

¡Ay! Sí, señora, contestó la anciana, esa ha sido mi desgracia. Antes de venir él al mundo, yo vivía como el pez en el agua, nada me faltaba, mi marido me quería muchísimo; él trabajaba de albañil, yo planchaba y rizaba encajes, y hacía flores, y la única pena que teníamos era el no tener hijos; a los diez años de casada vino Isidoro al mundo y su padre no tuvo el gusto de verlo; ¡Tanto como lo deseaba! El pobre se cayó de un andamio pocos días antes de nacer nuestro hijo, quedando muerto en el acto, y desde entonces se puede decir que no he hecho más que sufrir; porque Vd. no puede formarse una idea de lo que me ha hecho padecer mi hijo. Cuando pequeño no parecía tonto sino loco; cuando empezó a hablar no me llamaba, no me decía madre como dicen todas las criaturas.

¿Pues qué decía? Lo que dice ahora: yo me quiero ir arriba; pero esto acompañado de unos gritos horribles, y si no se ha matado, es porque Dios no ha querido, porque se ha caído de grandes alturas: dos veces se ha caído de una torre. ¡Parece increíble! Pues es verdad; salía corriendo diciendo: yo me quiero ir arriba, y no había hombres que le detuvieran. Cuando tenía doce años se cayó del balcón a la calle y se partió las dos piernas, y estuvo más de ocho meses en la cama, de ninguna manera quise que fuera al hospital, se curó en casa, y curado se levantó y volvió a las mismas. A lo mejor salía y se iba corriendo y yo detrás de él, hasta que caía rendido en el suelo. A los veinte años se volvió a caer de un balcón al patio y se rompió un brazo y también lo curé en casa, porque conocía que si se lo hubieran llevado al hospital se hubiera muerto, porque era un enfermo irresistible, sólo el cariño de una madre puede resistir aquella lucha continua, que era no descansar ni de día ni de noche. Entonces tuvo la viruela y se quedó ciego, y estuvo más de dos años sin vista, gritando: ¡Yo quiero ir arriba! Al fin vino un médico, creo que de Inglaterra, que hacía milagros curando a los ciegos, y una señora a quien yo le planchaba la ropa, compadecida de mí (que nunca me han faltado buenas almas), me dio una carta de recomendación para aquel médico que hacía prodigios, y en menos de tres meses recobró mi hijo la vista, y desde entonces parece otro, dejó de atormentarse con sus carreras y con sus gritos y ha vivido como Vd. ve, andando por las calles, otros días no quiere salir, llora como un niño y me dice :¡Madre, llévame arriba y así vamos pasando. Yo con tantos disgustos y tanta intranquilidad, que no tenía sosiego para hacer nada, fui perdiendo los parroquianos que me daban trabajo, la vista también me faltó de tanto llorar y concluí por pedir limosna de puerta en puerta para el hijo de mis entrañas.

¿Y en un asilo no estaría Vd. mejor? No señora porque estaría separada de mi Isidoro. ¿Vd. sabe lo que yo quiero a mi hijo? Si le quiero más que a mi vida; si no podría vivir separada de él; y sólo le pido a Dios una cosa. ¿Cuál? Que mi hijo se muera antes que yo; porque si yo me voy ¡Qué será de él! ¿Quién le abrigará cuando duerma? ¿Quién le buscará el pan? ¡Pobre hijo mío! No lo quiero pensar. ¡Pobre madre! Su ruego fue escuchado: Dios siempre escucha el ruego de las almas grandes.

Tres años después de la conversación que hemos referido, Isidoro cayó enfermo, y según nos contó luego su madre, poco antes de morir se incorporó, se sentó sobre el jergón que le servía de cama, se llevó las manos a la frente, lanzó un grito ahogado y después miró fijamente a su madre, único ser que le acompañaba y le dijo con voz entera: ¡Madre! He recobrado la razón, ahora conozco cuanto te he hecho
sufrir, ¡Pobre mujer! No llores, me dicen que nos reuniremos allá arriba; y se quedó muerto. En su entierro no llevó más duelo que su madre, aquella mujer que tenía un gran corazón, fue la única que acompañó a los cuatro enterradores que vinieron a recoger el cadáver de su hijo. Nosotros la encontramos en la calle cinco días después de haber fallecido Isidoro, y al contarnos la anciana lo que había ocurrido, terminó su relato diciendo; ahora sí que puedo irme cuando Dios me lleve, nada tengo que hacer aquí, mi hijo ya está arriba, y ahogando sus gemidos siguió su camino la infeliz mendiga.

¡Qué historia tan triste y tan tierna a la vez! Cuán cierto es que el amor, que es el primer demócrata del Universo implantando la ley de igualdad en este mundo, lo mismo anida en el palacio que en las cabañas; ¡Quién al ver aquella pobre vieja, encorvada bajo el peso de los años y de los sufrimientos, cubierta de harapos, que guarda un corazón tan grande y tan delicado sentimiento!... porque parece que la miseria llega a embrutecer a los seres. Esa vida nómada que llevan los pordioseros, sin casa, sin hogar, sin abrigo, todo lo más que tienen es un miserable tugurio, como tenía aquella pobre mujer, y sin embargo, nunca quiso encerrar a su hijo en un asilo, ni encerrarse ella; siempre decía: No, no, maltratarán a mi pobre Isidoro y a mi lado está mejor, ningún día se queda sin comer y de noche duerme tranquilo porque yo le vigilo, y si tiene frío le envuelvo con un viejo mantón y se pone tan contento...

No sabemos cuanto tiempo vivió la madre de Isidoro después de perder a su hijo, y en el momento que escribimos estas líneas, un Espíritu nos dice que aún vivió dos años, que recojamos nuestros pensamientos y prestemos toda nuestra atención a la comunicación que nos quiere dar. Nuestro deseo es difundir la luz, repitiendo lo que nos digan los seres de ultra-tumba, si comprendemos que su relato puede servir de alguna enseñanza a la humanidad.

“De alguna enseñanza puede servir lo que voy a dictarte; escribe Amalia, escribe: ¡Quién te diría cuando me conociste que yo te había de inspirar un escrito! ¡Yo! …el tonto como me llamaban cuantos me conocían, el pobre imbécil perseguido y apedreado por los chiquillos, y amparado por una infeliz anciana, que corría afanosa tras de aquel hijo que le costaba tantas lágrimas”.

“¡Quién diría al ver aquellos dos seres tan pobres, tan desamparados, tan harapientos, el uno decrépito sin poder sostenerse, el otro peor que un niño, sin un destello de inteligencia, sin un átomo de entendimiento, que lloraba amargamente cuando le alcanzaba alguna piedra, y decía entre sollozos. ¡Quiero irme arriba! ¡Quién podría pensar que aquel desventurado había descendido de un trono para venir a la Tierra a espirar sus iniquidades!”...

“Todos hubieran dicho, ¡Es imposible! Si alguno hubiese dado cuenta de mi vida pasada, y sin embargo, a pesar de parecer increíble es una verdad”.

“¡Yo! El pobre idiota, el que durmió muchos años de su vida sobre un delgado jergón, sin tener para envolverse y abrigarse más que la ropa que se quitaba su madre; en otra encarnación dormía sobre edredones, en un lecho de marfil y oro bajo un pabellón de púrpura, velando su sueño más de cien esclavos, y al despertarse todos aquellos hombres se arrodillaban ante él y él los dispersaba a latigazos si aún le duraba la embriaguez de su última orgía; bien es verdad que para él, en todos los momentos de su vida, lúcidos o turbados consideraba a los hombres del mismo modo que a sus perros, quizás con más desprecio los miraba todavía”.

“Para él, o mejor dicho para mí, el mundo no era más que un rebaño, los hombres; creía firmemente que su único destino era ser mis siervos, míos eran sus tesoros, mías eran sus mujeres, mío cuanto poseían, yo no sabía más que mandar: ¡Ay! Del que se negaba a obedecer”.
“A nadie quise ni a mis hijos, ni a las mujeres que me servían para satisfacer mis apetitos brutales, me creía un dios y por consiguiente tan superior a los demás seres, que todo me parecía que debía pertenecerme. Hasta el Sol me incomodaba a veces, porque salía contra mi voluntad, los astros tenían en mí un enemigo implacable, porque eran los únicos que en mis dilatados dominios seguían su marcha por los espacios, sin poderles imponer mi voluntad”.

“Sólo una mujer consiguió algún tanto dominar mi corazón de fiera. Era una sacerdotisa consagrada a los dioses, Adina era hermosa, hermosísima, su belleza no puedo explicártelo, había en sus ojos un brillo deslumbrador, su cuerpo no era de la misma materia que el de otras mujeres, no; era un ser transparente, parecía que dentro de ella había los rayos del sol cubierto con un vapor blanco y rosado, la arranqué de su templo, pero no a viva fuerza; cuando la vi, caí postrado a sus pies y le dije: ¿Quién eres?

Tu redención, me contestó Adina. Ven entonces conmigo, deja a tus dioses que yo soy un dios, sí, te seguiré, me dijo Adina pero ¡Ay de ti! Si tus labios impuros llegasen a manchar mi blanca vestidura”.

“La obedecí sumiso como un niño: ella eligió el lugar de su retiro, y me fijó los días que debía ir a escuchar su voz profética”.
“Yo ansiaba aquellos momentos, aunque sus vaticinios eran funestísimos, porque me decía:” “¡Infeliz! ¡Vuelve en ti! ¡Mira que vivirás mañana! ¡Yo hablo con los dioses! ¡Yo sé que te arrastrarás por la tierra como se arrastran los reptiles!... ¡Yo sé que vivirás muriendo… que tendrás hambre, que tendrás sed y no hallarás donde reclinar tu cabeza. Escúchame: yo amo tu alma, no tu cuerpo: monstruo execrable, yo sé que soy la encargada de purificar tu Espíritu porque yo escuché tu primer gemido, yo sorprendí la primera mirada inteligente que dirigiste en torno tuyo y pedí ser tu genio tutelar; pero ¡Ay! ¡Cuán lejos fueron tus iniquidades! Mas la luz podrá más que la sombra, mi amor te arrancará de los abismos y te llevará, sí, te llevará a las regiones luminosas. No profanes mi cuerpo, que soy de los dioses, ¡Ay de ti! Si tus labios impuros osaras acercarlos a mi frente. ¡Tiembla desgraciado! No emplees la violencia para conseguir mis caricias, que yo te acariciaré en otra vida… y la voz de aquella mujer me dominaba hasta el punto que delante de ella era dócil y tímido como un niño”.

“Un día fui a verla y me dijo: pronto dejarás la ierra, morirás como mueren todos los tiranos, asesinado por tus esclavos, piensa en mí y llámame cuando estés en la agonía, que yo seré el único Espíritu en la creación que rogará a los dioses por ti”.

“Déjame libre, no te opongas a mi paso, vuelvo a mi templo para pedir a los dioses que tengan misericordia de ti, y me ofreceré en sacrificio de tu iniquidad, nos veremos más tarde, porque yo tengo que seguir las huellas de tu vida, tú serás carne de mi carne, y hueso de mis huesos; yo besaré tu frente cuando estés purificado por el dolor”.

“Subyugado por aquella voz profética, caí de hinojos, extendí mis brazos hacia ella y lagrimas de arrepentimiento por primera vez, se desprendían de mis ojos”.

“Mi muerte fue como ella me predijo; un día estando en el baño mis esclavos me rodearon, me hirieron, y tuve que morir como ellos quisieron ahogado en mi propia sangre.”

“¡Cuánto tiempo estuve dentro de aquel baño! De mi  cadáver, ya no quedaba en la Tierra ni una partícula!... el fuego había calcinado mis huesos, las cenizas se las había llevado el huracán, hasta mi recuerdo se había borrado de la historia de los pueblos, y aún me creía yo estar dentro del baño viendo las feroces caras de mis esclavos y escuchando sus palabras que me decían; ¡Muere! Hora es ya que vuelvas al infierno de donde nunca debiste salir”.

“¡Cuánto tiempo resonaron aquellas palabras en mis oídos!... hasta que al fin oí una voz que me dijo ¡Infeliz! Dios tiene misericordia de ti, y como por encanto me vi solo, envuelto en una densa bruma”.

“Pasó tiempo, mucho tiempo… y volví a escuchar la misma voz que me dijo: volverás a la Tierra; yo iré contigo, yo saciaré tu hambre y calmaré tu sed; yo abrigaré tu cuerpo con los harapos que cubran el mío. Yo te amo con ese amor que nunca muere; contempla tu historia, y pide a Dios que te fortifique porque tienes que caer muchas veces en tu camino. Después me quedé en la sombra; sepulcral silencio y oscuridad profunda me ofrecieron horas de angustia y de reflexión; pensaba en Adina, la llamaba, pero ni el eco me respondía luego… como si estuviera ante una linterna mágica se fueron presentando ante mis ojos sobre un fondo luminoso todos los cuadros de mis horribles encarnaciones. ¡Cuán odioso me vi en todos ellos!, Únicamente cobré ánimo cuando me vi delante de la sacerdotisa Adina, de aquella mujer hermosísima a quien sin saber porqué no profané con mi aliento sino que humilde y reverente la adoré como se adora a un dios: aquel cuadro duró mucho más tiempo que los otros, y al desaparecer en lugar de hundirse a mis plantas como se habían hundido los demás, aquél se elevó sobre mi cabeza dejando tras de si reflejos luminosos, y entonces exclamé: ¡Quiero ir arriba!

“¡Trabaja y subirás! Me contestaron. Pero yo  entonces no me encontré con fuerzas para trabajar, sólo quise sufrir, quise ser menospreciado de todos, humillado, escarnecido, quise volver a la Tierra para ser juguete de los hombres y entré nuevamente en el mundo, tan pobre en todos sentidos, que ni entendimiento quise tener”.
“Yo era el pobre idiota que tú compadecías en tu juventud, yo era aquel que lloraba cuando me apedreaban los chicuelos y decía: ¡Quiero irme arriba! Porque en mi mente siempre veía la hermosísima figura de Adina que se perdía en la altura”.

“Yo ni comprendía entonces quién era, ni tampoco aunque hubiese dado giro a mis ideas, hubiese podido explicarme, porque apenas sabía hablar; no pronunciaba más que algunas frases, y hasta que me quedé ciego, no comprendí, mientras mi cuerpo reposaba, quien era mi madre, que coincidió mi descubrimiento con mi curación; por eso entonces cambié de carácter, porque aunque despierto yo no me había dado cuenta absolutamente de nada; cuando dormía mi Espíritu una noche se lanzó como de costumbre hacia arriba, porque todo mi afán era ver aquella figura luminosa, a la hermosísima Adina y una noche se me presentó un anciano y me dijo: Eres más feliz de lo que crees; la mujer de tus sueños, el Espíritu que trabaja en tu redención no está arriba, que los ángeles descienden a los abismos cuando tienen que salvar a un pecador”.

“Mira a la mujer que te sirve de madre; mira a la que ha querido compartir tus penas. La sacerdotisa que se inmoló por ti, volvió a la Tierra a seguir sus sacrificios en otro templo, en otro más grande que el anterior, en el templo inmenso del amor maternal. Contigo cruza la Tierra y no te abandonará, ella cerrará tus ojos y en menos tiempo que un segundo, vi junto a mí, a mi madre, no con su triste envoltura, sino radiante de belleza, y de imponente majestad, que inclinada sobre mi lecho sonreía amorosísimamente al pobre idiota de la Tierra”.

“Mis ojos tuvieron luz desde que la vi a ella. ¡Cuántos  misterios guardan vuestros mundos! Cuántos auxiliares tiene vuestra ciencia que desconocéis por completo”.

“¡Cuántos médicos creen que curan a sus enfermos y apenas toman parte en su curación!”. “¡Ella estaba conmigo. Ella, la sola mujer que yo respeté, el único ser que yo llegué a admirar,

¡Qué grande es el amor de los espíritus! ¡Ahora comprendo que Adina es mi ángel tutelar, y que el origen de su amor se pierde en la noche de los siglos”.

“¡Cuánto bien me hizo en la Tierra! En mi última encarnación ¡Cuánta ternura! ¡Cuántos sacrificios! ¡Cuánta abnegación! Ella, que por sus virtudes debía habitar en los mundos felices, quiso participar en todas las amarguras que tenían que rodear mi vida. Ese amor, ni yo tengo elevación para pintártelo ni definirlo, ni tú adelanto suficiente para comprenderlo. En la Tierra aún no adivinan ni se presienten esos efectos supremos, efluvios divinos del amor de Dios”.
“Pocos momentos antes de dejar ese mundo, recobré por completo la razón, comprendí cuanto había martirizado a mi madre, y sentí un dolor tan agudo en el corazón que aquella sensación no me dejó tener ni agonía, ni paz después de la turbación. Presencié mi entierro y vi la diferencia notabilísima que había de un tiempo a otro”.

“Cuando fui soberano de los pueblos, cuando mis dominios era tan extensos que no sabía el número de mis siervos, mis esclavos me asesinaron, me ahogaron en mi propia sangre, quemaron mi cadáver, arrojaron mis cenizas al viento y las multitudes ebrias de alegría organizaron fiestas para celebrar mi muerte, y cuando murió el pobre idiota, el infeliz mendigo, aquel ser que en medio de su imbecilidad lloraba amargamente si veía que maltrataban a un niño, o pegaban a un perro, o le daban latigazos a un caballo; cuando murió aquel pordiosero, que no hizo ningún bien, pero que siempre le horrorizó el mal, una madre amorosísima, un Espíritu de luz recibió mi último suspiro y fue acompañado mi cadáver hacia la mansión de los muertos, y durante dos años, rezó por el descanso de mi alma con la fe del creyente y más de una vez fue al cementerio a llorar en la fosa de su hijo, y cuando algunas almas compasivas le hablaban a mi madre de su pobre Isidoro, solían decirle: No rece Vd. por él, si era un inocente, ¡Pobrecillo! Él sí que se fue del mundo sin pecar”.

“¡Qué diferencia de la muerte del tirano y la muerte del mendigo! Cuando desapareció el primero, hasta la tierra se alegró: cuando se fue el segundo, si algunos le consagraron un recuerdo, fue para decir ¡Pobrecillo! Él sí que no pecó. Y ella ¡Adina! Aquel alma sublime lloró por el hijo de su corazón!”.

“¡Amor de los espíritus! ¡Amor inmenso! ¡Amor supremo! ¡Amor que salva! ¡Amor que regenera! ¡Amor que nos engrandece! ¡Amor que nos eleva desde los abismos de la barbarie a las alturas del progreso!”.

“Yo presentía ese amor en medio de mi idiotismo; por eso exclamaba siempre que me atormentaban: ¡Quiero irme arriba! Porque en la altura yo veía la luz”.

“Y tú, tú que evocando mi recuerdo me has permitido comunicarme contigo, tú que también has dicho en tus horas de alucinación: ¡Quiero irme arriba! No olvides Amalia que arriba no se puede ir, sino después de haber amado mucho, de haber sufrido mucho; tú ya has sufrido, pero aún no has amado como se debe amar para ver la luz, yo tampoco puedo verla todavía, pero la veré porque me ama tanto el Espíritu que me sirvió de madre en mi última encarnación, que su amor obrará en mí prodigios”.

“Si vuestros libros sagrados dicen que la fe transporta las montañas, yo te digo, Amalia, que el amor de los espíritus transporta los mundos”. “En agradecimiento a tu condescendencia en recibir mi inspiración, me despido de ti dándote un consejo: trabaja y ama; el trabajo le dará energía a tu Espíritu, el amor engrandecerá tus sentimientos”.
Adiós buen Espíritu; mucho nos has complacido con tu comunicación, porque presta a profundas consideraciones, también como tú deseamos ir arriba, también decimos como el poeta: Sube alma mía, que arriba tendrás sombra, fuiste arriba, pero también comprendemos que las almas no suben por la escala de Jacob, sino amando el sacrificio, santificando el trabajo, difundiendo la luz de la verdad, sólo entonces llegarán a la cima donde el patriarca vio en sus sueños a Dios.

Voluntad tenemos, queremos ir arriba, queremos ser sabios, grandes y buenos, queremos dejar la Tierra y habitar en mundos mejores, queremos vivir entre torrentes de luz, contemplando horizontes de vivos colores, aspirando el embriagador perfume de flores que nuca se marchitan, queremos ser amados y amar como aman los espíritus para que nuestra alma realice sus sueños, para que después de luengos siglos podamos en alas del progreso ¡Ir arriba!

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